La introducción de una RB podría motivar una mayor llegada de población
inmigrante procedente del Tercer Mundo. Ello, tal y como ocurre con otras
medidas orientadas a la mejora de las condiciones de vida de los habitantes de los
países ricos, en ningún caso pone en cuestión la conveniencia de introducir la RB.
En todo caso, tal convicción anima a asumir la necesidad de articular formas de
protección social en el seno de los países pobres.
Tratar de erradicar la pobreza de los países desarrollados por medio de una RB, a la que
deberían poder acceder el conjunto de los residentes, podría motivar una mayor llegada
de población inmigrante procedente del Tercer Mundo –se trataría del famoso “efecto
llamada”-.
Pero esto de ninguna forma puede suponer una crítica a la RB. Toda reforma social que
pueda ponerse en práctica en los países ricos puede hallar argumentos favorables o ser
sometida a duras críticas. No obstante, la puesta en cuestión de su pertinencia como
resultado de la consideración de que los habitantes de los países pobres no contarían con
tal medida es de una dudosa solidez analítica. Por ejemplo, el hecho de que, a principios
del s. XXI, muchas mujeres en el mundo sufran condiciones de vida terribles no debería
inducirnos a cuestionar cualquier tipo de medida favorable a mejorar las condiciones
socioeconómicas de dicho colectivo que se pueda adoptar sólo en la Unión Europea con
el argumento de que dicha medida ensancharía todavía más las distancias que separan
las sociedades en este punto. En efecto, desear y promover acciones y reformas políticas
que se consideren oportunas para mejorar las condiciones de vida de los habitantes de
los países ricos –y la RB es una propuesta orientada a favorecer a los habitantes más
pobres de los países ricos, aunque no sólo de estos países-, en ningún caso tiene que ir
en detrimento de las condiciones de vida de los habitantes de los países pobres.
En definitiva, parece razonable articular demandas sociales orientadas a la mejora de la
situación de los ciudadanos de los países desarrollados con independencia –lo que no
significa con indiferencia- de la situación que vivan los ciudadanos de los países en vías
de desarrollo. A principios de la década de 1990, la evolución de los procesos
productivos en ciertos países del Sureste asiático y del Norte de África, en los que la
práctica inexistencia de mecanismos institucionales para la protección social de los
trabajadores había permitido unos costes salariales mucho menores que los existentes en
los países de la Unión Europea, supuso unas significativas ventajas en la competencia
frente a unos productos europeos encarecidos en términos comparativos. En ese
contexto, se alzaron dos tipos de voces. El primero de ellos apelaba a la necesidad de
desestructurar –de “modernizar”, se decía- los sistemas de protección social
conquistados históricamente en los países de la Unión Europea, con el objetivo de
recuperar parte de la ventaja comercial perdida con respecto a los “nuevos países
industrializados”. El segundo, en cambio, subrayaba la necesidad de asumir la
importancia de tales conquistas, que se consideraban irrenunciables desde la atención a
elementales criterios de justicia, y animaba, en primera instancia, a enfocar la
competencia comercial a escala internacional a través de otros argumentos –la calidad
de los productos, por ejemplo- y, en último término, a exhortar a la población
trabajadora de esos países de reciente industrialización a luchar por los derechos
sociales de los que ya se gozaba en Europa. Pese a que las circunstancias son distintas,
el análisis del impacto de la RB sobre los movimientos migratorios debería realizarse
desde la conciencia de este tipo de cuestiones.
Por otro lado, diversos estudios en inmigración ponen en cuestión la idea por la cuál la
aplicación de una RB en un país significaría un elevado incremento en la llegada de
nuevos contingentes de personas. De entrada, dicho argumento no tiene en cuenta la
gran variedad de factores que afectan al individuo en la decisión y posibilidad de
emigrar. Pero, si aceptamos que la mera existencia de disparidades económicas entre
diferentes regiones en el mundo es suficiente para generar flujos de inmigrantes, el peso
de la introducción de una RB sobre un posible ‘efecto llamada’ debe cuando menos
relativizarse. Es decir, las desigualdades económicas, políticas y sociales entre los
países ricos -con sistemas de protección social clásicos- y los países pobres ya tienen
hoy un ‘efecto llamada’ poderoso e independiente de la RB.
Finalmente, la propuesta de la RB tiene vocación universal, es válida para toda la
población mundial. El hecho de que hasta hoy la mayoría de estudios sobre la
implantación de la RB se hayan realizado en los países ricos no implica que la mayoría
de partidarios de esta propuesta se desentiendan de la suerte de los más pobres de los
países pobres. Todo lo contrario. Se han realizado estudios allá donde las posibilidades
de estudios económicos eran más inmediatas. Cuando 35.000 niños mueren de hambre
cada día en el mundo, cualquier objeción contraria a garantizar la existencia material de
todos los habitantes del planeta no merece el más mínimo crédito político ni moral.
inmigrante procedente del Tercer Mundo. Ello, tal y como ocurre con otras
medidas orientadas a la mejora de las condiciones de vida de los habitantes de los
países ricos, en ningún caso pone en cuestión la conveniencia de introducir la RB.
En todo caso, tal convicción anima a asumir la necesidad de articular formas de
protección social en el seno de los países pobres.
Tratar de erradicar la pobreza de los países desarrollados por medio de una RB, a la que
deberían poder acceder el conjunto de los residentes, podría motivar una mayor llegada
de población inmigrante procedente del Tercer Mundo –se trataría del famoso “efecto
llamada”-.
Pero esto de ninguna forma puede suponer una crítica a la RB. Toda reforma social que
pueda ponerse en práctica en los países ricos puede hallar argumentos favorables o ser
sometida a duras críticas. No obstante, la puesta en cuestión de su pertinencia como
resultado de la consideración de que los habitantes de los países pobres no contarían con
tal medida es de una dudosa solidez analítica. Por ejemplo, el hecho de que, a principios
del s. XXI, muchas mujeres en el mundo sufran condiciones de vida terribles no debería
inducirnos a cuestionar cualquier tipo de medida favorable a mejorar las condiciones
socioeconómicas de dicho colectivo que se pueda adoptar sólo en la Unión Europea con
el argumento de que dicha medida ensancharía todavía más las distancias que separan
las sociedades en este punto. En efecto, desear y promover acciones y reformas políticas
que se consideren oportunas para mejorar las condiciones de vida de los habitantes de
los países ricos –y la RB es una propuesta orientada a favorecer a los habitantes más
pobres de los países ricos, aunque no sólo de estos países-, en ningún caso tiene que ir
en detrimento de las condiciones de vida de los habitantes de los países pobres.
En definitiva, parece razonable articular demandas sociales orientadas a la mejora de la
situación de los ciudadanos de los países desarrollados con independencia –lo que no
significa con indiferencia- de la situación que vivan los ciudadanos de los países en vías
de desarrollo. A principios de la década de 1990, la evolución de los procesos
productivos en ciertos países del Sureste asiático y del Norte de África, en los que la
práctica inexistencia de mecanismos institucionales para la protección social de los
trabajadores había permitido unos costes salariales mucho menores que los existentes en
los países de la Unión Europea, supuso unas significativas ventajas en la competencia
frente a unos productos europeos encarecidos en términos comparativos. En ese
contexto, se alzaron dos tipos de voces. El primero de ellos apelaba a la necesidad de
desestructurar –de “modernizar”, se decía- los sistemas de protección social
conquistados históricamente en los países de la Unión Europea, con el objetivo de
recuperar parte de la ventaja comercial perdida con respecto a los “nuevos países
industrializados”. El segundo, en cambio, subrayaba la necesidad de asumir la
importancia de tales conquistas, que se consideraban irrenunciables desde la atención a
elementales criterios de justicia, y animaba, en primera instancia, a enfocar la
competencia comercial a escala internacional a través de otros argumentos –la calidad
de los productos, por ejemplo- y, en último término, a exhortar a la población
trabajadora de esos países de reciente industrialización a luchar por los derechos
sociales de los que ya se gozaba en Europa. Pese a que las circunstancias son distintas,
el análisis del impacto de la RB sobre los movimientos migratorios debería realizarse
desde la conciencia de este tipo de cuestiones.
Por otro lado, diversos estudios en inmigración ponen en cuestión la idea por la cuál la
aplicación de una RB en un país significaría un elevado incremento en la llegada de
nuevos contingentes de personas. De entrada, dicho argumento no tiene en cuenta la
gran variedad de factores que afectan al individuo en la decisión y posibilidad de
emigrar. Pero, si aceptamos que la mera existencia de disparidades económicas entre
diferentes regiones en el mundo es suficiente para generar flujos de inmigrantes, el peso
de la introducción de una RB sobre un posible ‘efecto llamada’ debe cuando menos
relativizarse. Es decir, las desigualdades económicas, políticas y sociales entre los
países ricos -con sistemas de protección social clásicos- y los países pobres ya tienen
hoy un ‘efecto llamada’ poderoso e independiente de la RB.
Finalmente, la propuesta de la RB tiene vocación universal, es válida para toda la
población mundial. El hecho de que hasta hoy la mayoría de estudios sobre la
implantación de la RB se hayan realizado en los países ricos no implica que la mayoría
de partidarios de esta propuesta se desentiendan de la suerte de los más pobres de los
países pobres. Todo lo contrario. Se han realizado estudios allá donde las posibilidades
de estudios económicos eran más inmediatas. Cuando 35.000 niños mueren de hambre
cada día en el mundo, cualquier objeción contraria a garantizar la existencia material de
todos los habitantes del planeta no merece el más mínimo crédito político ni moral.
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